domingo, 25 de marzo de 2018

Introducción al baile del Tango (Libro segundo, capítulos del 26 al 30 en El libro del tango de Don Horacio Ferrer)

Bailando el tango a principios de 1900

El abrazo en el tango

El abrazo en el tango

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¡QUE HAYA LUZ, CABALLEROS! 

Sarao en la sala de alguna casona porteña de la época. Luces de candelabros, risitas, vinos excelentes, tanta conversación. La orquestita contratada —piano, cuerdas, instrumentínos— arranca una mazurca con tutti. —¿Me permite esta mazurquita? —¡Qué haya luz, caballeros! Y esa pareja que va a diluirse entre otras veinte que dan las vueltas de gran charla, sale a bailar. Como los demás. Como es de uso, vaporosamente enlazada. Pero de repente, la mano derecha del varón, apenas apoyados los dedos en la cintura de ella hasta ahora, desciende. Desciende más: y un poquito más, todavía. Ya se insinúa sobre la nalga firme y asombrada de la niña. Y así prendido y medio escorado, muy contenido, intenta él un desconocido, brillante, audaz y revolucionario paso de mazurca. —¡Afuera con él! —¡Degenerado! —¡Qué se ha creído! ¿Qué pasa? Que los ojos del salón han juzgado esa nalguita manoseada por el muy canalla y no la figura que ha logrado. I

Imaginemos entonces, qué tole-tole puede llegar a ocurrir en esta fiesta si en vez de tan pequeña y alegre libertad de mano, el bailarín hubiera entrado en esta variante: ceñirse íntegro, con todo su cuerpo sobre el cuerpo de la damita. Suprimiendo toda luz, caballeros, rostro contra rostro, pecho contra pecho, vientre contra vientre, muslo contra muslo, pulso contra pulso. Como atados los brazos por la espalda. Y así ayuntado con ella, supongamos, él entra a mandarse no uno sino diez, veinte pasos de desconocido dibujo y acrobático alarde. ¿Qué te parece que puede ocurrir? Lo degüellan, sí, ¡lo degüellan! Para los arbitros del salón socialmente bien constituido, eso jamás puede ser una originalidad de la coreografía sino una bestialidad de la pornografía. «Pero el Arte —decía el maestro Vega— no elige entre los virtuosos sino entre los creadores». Aunque en esa damisela que cree bailar —pero que apenas gira y gira y gira charlando con su pareja por el salón elegante—, hay algo más serio aún que la atadura moral para impedirle la brutal y bellísima aventura de la danza. Carece del patetismo, de la electricidad de músculos y tendones, de la capacidad de desafío, de la histeria, de la gravedad, de la fatalidad y de la mugrienta brujería que atraviesan de la crencha a los pies, a la prostituta. A la hembra que acepta y exalta el abrazo del varón como descono- cido tensor del baile.
De tal modo, aquello que huele a disparate con el fondo conversador y despreocupado del salón distinguido es —en los mismos años— lo que mujeres y hombres del arrabal consuman con rango de ocurrencia genial por primera vez en la historia de las danzas. Una síntesis de abrazo y baile; ese abrazo coreográfico que es una danza inédita por entero. Los compadres y las locas y los calaveras porteños del 80, están inventando el Tango.

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 EL ABRAZO 

El piso es de tierra alisada, quizás. En el mejor de los casos un embaldosado Sacoman. El aire es una humedad, una luz de porquería, un olor bien a contramano. Por ese aire pasa ahora un jadeo y después una puteada, con el ukase de la madama. —Che, Dorita, ¡clientes! Pero, en ese fugitivo instante, cuando la pupila y el tipo se abrazan por primera vez para bailar, hay —¿por qué no? —hay sí, un soplo de di- vinidad. Macho y hembra atados en nombre de la belleza, se elevan sin querer sobre su propia bazofia. Y ungidos artistas, intentan el purísimo ejercicio de la soledad entre dos. Bailan, y bailan creando lo que nunca jamás ha bailado nadie. Ese instante, esa primera vez del abrazo con Tango, resulta de un montón de ensayos anteriores. Llega mucho después que dos, diez, mil parejas de pupilas y de tipos, durante quince años han probado la idea central —ese abrazo— de esta revolución de la coreografía.
Revolución y de las grandes. Porque hasta que el Tango adviene, el baile no es sino un canje de figuras entre hombre y mujer. Algo así como diálogo de pasos; en el chotis, en la mazurca, en la habanera, en la milonga —que ha tomado a préstamo las figuraciones de otras danzas— los protagonistas de la pareja son dos fuerzas enlazadas pero estéticamente autónomas en el transfondo del alma, en la intención ornamental que acuña las figuras. En el Tango —ahí va la revolución— hombre y mujer hacen de ese antiguo contrapunto, armonía: son dos voces de un mismo acorde coreográfico.

LA TÉCNICA DEL CORTE 

esa idea central se somete lo demás. La flamante danza se sirve en principio, del repertorio de figuras vigentes durante el siglo XIX en los bailes de pareja suelta, tomada y/o enlazada: el ocho, el doble ocho, el molinete. Pero logra el prodigio técnico de meterlas dentro del abrazo. ¿Cómo? Bailarín y bailarina prendidos uno contra otro, caminan; él marcha hacia adelante —otra novedad— ella hacia atrás. Y cada tantos compases de la música, con periodicidad arrítmica que es uno de los atributos del talento tanguero, introducen ese desconocido procedimiento: detienen su caminata. Y en esa suspensión —sin soltarse arriba, pero independizando transitoriamente las piernas —intercalan las figuras. Es sencillamente genial. A ese suspenso de la marcha se le llama al comienzo, quite. Después con un nombre que se hará clásico: corte. De las figuras conocidas, sólo algunas permanecen en el juego. La originalidad absoluta de esta sociedad de cuerpos ofrece una infinita posibilidad de invención. Algunos pasos, muchísimos, se borran deportiva- mente apenas jugados. Otros se repiten, se pulen, se consagran y quedan instituidos: la quebrada, la corrida, la media luna, la refalosa, la tijera, la estrella, la vuelta del perro, el cuatro, el balanceo, la cepillada, los ganchos, las tocadas, la sentada, la asentada, las boleadas, las cachetadas, el cerrojo, la patadita (que se da en el trasero de la mujer), la corrida garabito, el paso cruzado, la rueda, la refilada, el volteo.

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LOS QUE LA SOMBRA AMA

Parece riesgoso —pero más que riesgoso, inútil —sutilizar alguna precedencia de tiempo entre estas dos artes —música y danza—, las dos primeras que se incorporan al tronco anímico del Tango. Si la clave interior de esa música es una tensión temperamental expresada con ayuda de ciertos instrumentos, la expresividad de la danza —cuyo instrumento es la pareja— responde a una idéntica tensión. El "Johnny" Aragón, mi testigo presencial, añade: «Los bailarines influyeron en la música: eran ellos, frecuentemente, quienes proponían el tempo o la intensidad del ritmo o la gracia de las actuaciones. En otros casos una ingeniosidad del ejecutante, un bordoneo punteado con originalidad, provocaba pasos en el bailarín. Es que ellos y nosotros, bailarines y músicos, qué lindo aquéllo, estábamos todos en un igual sentimiento. Había excepciones: cuando el músico —desganado o por burro— no tocaba con bastante "yeite", no faltaba el compadre capaz de pelar el bufo y de encañonárselo en la boca: "Tocá bien, ¡carajo!"».

Ejecutantes y bailarines son tipos de una misma época, de parecido estilo, que comparten el mismo ambiente. Flautistas y guitarristas y violinistas, han ensayado a lo largo de años esa nueva "polenta" musical tocando otros géneros antes de intentar el Tango. De igual manera compadres y niños bien, con el mismo repertorio de los ejecutantes, han probado el abrazo. Gradualmente, tema a tema, noche a noche, miles de temas y cientos de noches, a fuerza de contagios de transferencias de entusiasmo, han ido encontrándose todos —los que tocan y los que bailan— sobre el mismo gozne de formas. En una sola temperatura de los ánimos. Este encuentro ocurre seguramente y de modo paulatino, después de 1880 y antes de 1895. De burdel en burdel, de cuartel en cuartel, de rancho en rancho, de boliche en boliche, esta es la obra de una generación entera de artífices porteños del Tango. ¿Quiénes son? ¿Dónde bailan? ¿Dónde tocan? Los nombres propios y los lugares de este principio han sido borrados por la propia, obstinada, natural vocación de penumbras que late en los primitivos ejecutores: ¡su escenario es el lenocinio y no el teatro!
Cajetillas y compadres quieren anonimato, no publicidad. A ellos les ha importado más la plenitud de la obra que la constancia de la firma al pie. La sombra los ama y el olvido los recibe.

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¿Y EL OPUS UNO? 

Se sabe, sí, que el primer drama gauchesco es Juan Moreira. Que la primera película argentina con argumento es El Fusilamiento de Dorrego. Que la primera murga montevideana es La Gaditana que se Va. Se sabe también, que el primer disco de una orquesta típica de tangos es Don Juan, tocado por Vicente Greco y su cuarteto. Se conocen, están a la vista éstas y otras muchas primerias históricas del arte popular rioplatense. Pero ¿cuál es el primero de los tangos?
Si no se exige demasiadas calidades muy porteñas, el Tango príncipe tiene que estar entre los que nutren la veta zarzuelera. Carecemos de la información con fechas que hace a este caso de precedencias cronológicas para discurrir cuál de esos tanguitos se anticipó al resto. Aún así la precisión resultará por lo menos opinable porque ¿estamos eligiendo entre todas las composiciones de ese estilo difundidas entonces?
No, sólo entre algunas. Ni siquiera todas las que alcanzaron el privilegio difícil de la impresión han sobrevivido a cien años de quema, de tirar papeles inútiles. Aceptando —con expresa constancia— tantas inexactitudes ya insuperables,
Andate a la Recoleta o El tango de la casera pueden llamarse vagamente el primer Tango. Mucho más severo, en lo que atañe a la carga de autenticidad es el criterio que busca esa obra supuestamente primigenia entre los tangos arrabaleros. Pero ¡ay! esta pista, con ser más genuina, es tanto más neblinosa y resbaladiza. Esos tangos urdidos y ejecutados en el escamoteo in- famante del prostíbulo tardaron años de años en llegar a las linotipias. Aunque aflojando todo el rigor y optando entre los temas de esta estirpe cuyas partes impresas existen, la primera deberá corresponder por ejemplo, a El talar de mi amigo Prudencio Aragón, compuesto en 1894, o a El entrerriano, de Rosendo Mendizábal, que es del 1897.
De todos modos, cualquiera tiene la convicción de que han existido antes que éstas, otras obras que son Tango-Tango. A veces con flojísimas referencias se cita los tangos del músico negro Jorge Machado, que los hace en un acordeón y los numera del 1 en adelante. Gastón Talamón —excelente musicólogo—, sin aportar ni fecha ni compositores, ni constancia de anonimía, sostiene que entre los primeros tangos hay dos llamados La quincena y Los vividores. Y un dato que no sirve para nada pero entra por pura simpatía en esta búsqueda: el primer tango inscripto en la Oficina de Depósito Legal de la Biblioteca Nacional (antecesora, hasta 1933, del Registro de Propiedad Intelectual) es La rubia, que Ramón Coll dedicó a la actriz Blanca Podestá. Coll se presenta a esa oficina el 30 de enero de 1911 acuñando para su obra un sub- título de lo más pretencioso: "primer tango criollo". Cualquiera sabe que la Podestá nació en 1894 y que la composición de don Ramón tiene que ser necesariamente algo posterior a esa fecha, y razonablemente muy posterior. Coll no lo dedicó a la niña sino a la actriz famosa. Ahora, si lo compuso en 1911 o poco antes y le metió eso de "primer tango criollo", Ramón Coll estaba completamente loco. En esa época había tangos editados hasta en Alemania. Sea como sea, aportando documentación, testimonios, pistas, huellas o lo que se quiera, esto de precisar cuál fue el primero de los tangos es igual que salir a juntar suspiros y serenatas en una calle con chiquilinas en estado de merecer y muchachos en estado de sitio, y después querer saber cuál fue el primer suspiro y la primera serenata. Al misterio, compañero, ¡lo que del misterio es!
Por Don Horacio Ferrer en el Libro del tango
Editado y compaginado por el Tango y sus invitados